Cuando la fe da profundidad a la mirada
El
Apóstol Pablo en 2Corintios 5:7 (RV)
dice: Porque por fe andamos, no por vista.
Para
movernos a través de las cosas de este mundo nos fueron dados los sentidos, vemos
lo tangible, lo palpable, es decir, lo material, un ciego, aunque carece de
este sentido (el de la vista), puede decirse, ve, por medio de un reemplazo,
las manos o él oído; lo que implica que, si fuésemos totalmente privados de los
sentidos nuestra vida sería un verdadero desconcierto de caídas, golpes y
tropiezos, viviríamos como bajo una
constante amenaza de muerte, lo que haría de vivir un riesgo demasiado
peligroso.
Gracias
a Dios que nos ha dotado de estos cinco sentidos, gracias a ellos podemos
enfrentarnos a lo cotidiano, y sirviéndonos de ellos podemos estar alerta de lo
que en nuestro entorno sucede; en nuestro entorno físico. Pero más allá de los
acontecimientos físicos suceden cosas, invisibles a nuestra capacidad de
percibir, el mundo espiritual no está al alcance de nuestros sentidos; excepto
en aquellas oportunidades que Dios quiere hacerlas manifiestas.
Los
cristianos hemos aprendido a movernos por fe, poco de lo que creemos podría
conciliar con la realidad material del mundo si no la tuviésemos, en los
asuntos de Dios la vista suele engañar; la idea de locura que para los
incrédulos nosotros manifestamos, nace de esta ceguera espiritual y es la que,
lamentablemente, impide a tantos participar de la verdad que nos salva y hace
libres.
1Corintios 1:18)
Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se
salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios. (RV)
1Corintios 1:27)
Y es que, para avergonzar a los sabios, Dios ha escogido a los que el mundo
tiene por tontos; y para avergonzar a los fuertes, ha escogido a los que el
mundo tiene por débiles. (Dios
habla hoy)
Nuestra necesidad de
ver para creer
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¡Mi Señor y mi Dios! |
Juan 20:25)
Cuando Tomás llegó (a la casa donde los
discípulos se habían reunido para esconderse de los líderes judíos), los
otros discípulos le dijeron: — ¡Hemos visto al Señor! Pero él les contestó: —No
creeré nada de lo que me dicen, hasta que vea las marcas de los clavos en sus
manos y meta mi dedo en ellas, y ponga mi mano en la herida de su costado.
No
es bueno que la confianza que tenemos en Dios (nuestra fe) requiera de una
llave que la encienda como si de un bombillo de luz se tratara; en los asuntos
del Señor debemos ser constantes, Dios no fluctúa y los que creemos en Él,
tampoco deberíamos.
Romanos 10:17
dice: Así que la fe es por el oír, y
el oír, por la palabra de Dios. (R-V)
Hebreos 10:23
Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza, porque fiel
es el que prometió. (R-V)
Hebreos 13:8
Jesucristo nunca cambia: es el mismo ayer, hoy y siempre.
Creí
necesario cerrar el texto bíblico de la incredulidad de Tomás, aquí va el
cierre: Juan 20:26 al 29 inclusive.
26)
Ocho
días después, los discípulos estaban reunidos otra vez en la casa. Tomás estaba
con ellos. Las puertas de la casa estaban bien cerradas, pero Jesús entró, se
puso en medio de ellos, y los saludó diciendo: — ¡Que Dios los bendiga y les dé
paz! (27) Luego le dijo a Tomás: — Mira mis manos y mi costado, y mete tus dedos
en las heridas. Y en vez de dudar, debes creer. (28) Tomás
contestó: — ¡Tú eres mi dueño y mi Dios! (29) Jesús le dijo: — ¿Creíste porque
me viste? ¡Felices los que confían en mí sin haberme visto!
A
que Tomás sí y ese mismo día, aprendió la lección.
Un pequeño testimonio
Siendo
yo un niño (perdón a todos los que consideren
que usar anécdotas de mi vida a modo de ejemplo sea un hecho desafortunado, por
eso creo mi deber informarles que, no será este, y a lo largo de mis escritos,
el único testimonio personal) tuve una visión (mediaba por entonces los cinco
años) y la puerta trasera de mi casa daba a un enorme terreno donde crecían de
manera silvestre y en abundancia unas plantas que, más tarde lo supe, eran de
mijo, y era ese el lugar de mis juegos; sobrepasado en altura por las panojas de
espigas colmadas de granos me sentía, cada vez que entraba allí, dentro de un
bosque encantado o rodeado por todos los peligros de la selva. Una noche de verano,
y después de varios días de lluvia, veía desde el hueco de la puerta hacia el
fondo de casa, el mijo aún estaba aplastado contra el suelo por la cantidad de
agua que lo había golpeado y en medio del cielo, desde hacía algunas horas
completamente despejado, podía verse a la luna, plena, enorme y blanca, iluminándolo
todo casi con la claridad de un farol eléctrico. En un determinado momento veo
asomarse, como si se tratara del sol saliendo por el horizonte, allí, donde los
mijos se aplastaban contra el piso, una enorme esfera brillante y blanca que
multiplicaba por mucho la brillantez, blancura, redondez y tamaño de la luna,
hacia la que parecía alzarse; miré sorprendido, pero, aunque pueda parecer
extraño, sin ningún sentimiento de miedo, como aquello se remontaba con la
aparente y pesada lentitud de un globo aerostático; de su brillante blancura,
nunca tuve otra oportunidad de ver algo parecido, tampoco tuve la posibilidad
de compararlo con nada de lo que haya conocido antes o después de aquel
episodio. En un determinado momento de la visión llamé a mi madre, quería
compartir con ella eso que estaba viendo, también sentía la necesidad de
escuchar una explicación de lo que estaba sucediendo; me volteé un instante hacia
mi madre, que se acercaba, y cuando me volví para señalar hacia el cielo, ya no
había nada, solamente la luna, un montón de estrellas y la oscuridad
aterciopelada del cielo. Mi madre rió, me sacudió el cabello y sonriendo,
después de oír el relato de lo que había visto y meneando la cabeza dijo: “Sí
que tienes una increíble imaginación”.
Por
costumbre y enseñanza, no mentía (a pesar de los correctivos que por entonces
utilizaban mis padres cuando hacía algo que no les gustaba), pero aun así,
siendo yo un niño confiable, nadie creyó en mí aquella noche. Unos días después
mi madre narraba como una anécdota graciosa este acontecimiento a mi abuela,
ella no dijo nada, solo escuchó; más tarde habló conmigo a solas, me pidió que
le relatara y hasta en el último detalle lo que había visto aquella noche, oyó
con atención la historia y para sorpresa mía, la creyó, es más, aunque en la
realidad sucediera muchos años después, ella ese día abrió mi corazón a Cristo;
todavía resuena en mi memoria el “Bendito sea Dios” pronunciado en voz alta y
alzando al cielo los brazos, también las siguientes palabras entre lo mucho que
me habló, y que algunos años más tarde supe, correspondían a la Biblia, ella la
llevaba siempre consigo, fuera donde fuera, y son estas: Y después de esto derramaré mi
Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas;
vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. (Joel
2:28 y Hechos 2:17 –RV–)
Aquella
vez yo aprendí que no todos los
individuos necesitan ver para poder creer.
Hace
años decidí el andar por fe, la vista me ha engañado en demasiadas ocasiones; además,
tenemos por costumbre el ver mal; en algunos casos, eso de ver solamente con
los ojos nos hace sentir jueces de lo que vemos, como si la envoltura nos
dijera de qué va el contenido. Quizá por ese motivo es que, demasiado seguido e inconscientemente, relaciono este
asunto de movernos en (y por medio de) la fe y no por el siempre racional
órgano de la vista, con lo que podemos leer en Mateo capítulo 18 verso 9.
Si
lo que ves con tu ojo te hace desobedecer a Dios, mejor sácatelo y tíralo
lejos. Es mejor vivir para siempre con un solo ojo, que ser echado al infierno
con los dos.
Si
por fe andamos podemos confiar en quien nos salvó aunque no podamos verlo
todavía; la vista puede mentirnos que Él no está, pero la fe profundiza nuestra
manera de ver y como Esteban seremos capaces de decir:
…Veo
el cielo abierto. Y veo también a Jesús, el Hijo del hombre, de pie en el lugar
de honor –a
la derecha del Padre–. (Hechos de
los Apóstoles, capítulo 7 verso 56
Próxima entrega: Prosigo hacia el blanco
Que Dios los bendiga y sostenga siempre sobre la palma de su mano
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